sábado, 31 de diciembre de 2011

La diosa que teje la vida y la cultura

Tiene mil nombres



La figura de la Diosa universal surca la historia de la humanidad, apareciendo en una cultura tras otra con diversas denominaciones y representaciones. Designada creadora ancestral de todo lo que existe, otorgó al mundo carácter sagrado. En el Neolítico fue la Gran Madre, representada en pequeñas esculturas de mujeres embarazadas con grandes pechos, como las halladas en Europa cuya antigüedad se remonta a 30 mil años antes de nuestra era. Diosa de la fertilidad, llevaba en su vientre la vida y en sus pechos la leche que al derramarse dio origen a la Vía Láctea. En algunas figuras inclusive, su vientre semeja el cielo, señalado con círculos y puntos como estrellas.






Reverenciada en Asia, Oriente Medio, América, África y Europa, su culto ha acompañado el desarrollo de la civilización humana en todas las latitudes. Fue la Gran Dama del Laberinto de la edad
de bronce, en la antigua civilización minoica de la isla de Creta; la Diosa Tierra prehelénica Gaia, la de los anchos pechos; fue Terra en el panteón romano y Eva entre los hebreos. Para los sumerios fue Innana; entre los acadios, Kubaba e Ishtar; en Babilonia fue Tiamat y para los fenicios fue Astarté. En África ha sido Yemayá, la diosa yoruba y en Canarias Chaxiraxi, la madre del sol. Para los hopi del Norte de América, la Mujer Araña, la que teje la vida y en Los Andes es la Pachamama, la madre tierra. En Venezuela es María Lionza, la antigua diosa arawak de los pueblos prehispánicos caquetíos y jirajaras. En Grecia fue Afrodita y Artemisa -Artume, para los etruscos-, diosas del amor y de la caza; fue Deméter, diosa de la agricultura y Hera, diosa de las mujeres y del matrimonio. En antiguo Egipto fue Hathor, diosa de la danza y de la música; Isis, la gran maga; Sejmet, la soberana del desierto; Bastet, la diosa gata, protectora del hogar, símbolo de la alegría de vivir y fue también Nut, la que parió a los dioses. En la India, ha sido Durga o la Mujer Negra Kali y Annapurna, diosa de las cosechas, la que nutre al mundo. Fue Cibeles, la diosa frigia, adorada desde el Neolítico en Anatolia, progenitora más tarde de los dioses olímpicos. Fue Magna Mater, la Gran Madre romana; Diana, la diosa de la caza y Venus, la diosa del amor. Es Kwuan Yin en el Lejano Oriente, la que escucha el llanto del mundo y fue Jord, madre de Thor, entre los nórdicos. Para los celtas de Irlanda fue Danu y Dôn para los galeses. En Lituania fue Gea-Zemé, hija del sol y de la luna y para los maoríes es Papatuanuku, la Tierra, madre de los dioses. En las antiguas culturas mexicanas fue Coatlicue o Tonantzin Tlalli, la de la falda de serpientes. Ha sido Tara, la protectora del Tibet, principio femenino de liberación; Mary, deidad que moraba en las montañas vascas; Brigid, la diosa celta de la salud, la adivinación y la sabiduría y fue Tanit, la diosa cartaginesa de la luna.


Testimonio de un ideal


La histórica presencia de la Diosa Madre expresa indudablemente la manifestación religiosa de un ideal que, transmutado en sentimiento de espiritualidad, orientaba todas las actividades humanas. Rememora, en efecto, el enorme esfuerzo cultural realizado por la humanidad durante milenios, destinado a proteger la vida y el entorno que la sustenta. Esfuerzo que había logrado alcanzar sabiamente la categoría de paradigma universal, hoy sepultado bajo los escombros que han dejado el desarrollo y el crecimiento industrial. La Diosa encarnaba la permanencia y continuación de un mundo entendido en su complementariedad que exigía, por tanto, el reconocimiento de la reciprocidad y la práctica de la cooperación comunitaria. Su culto constituía, sin más, la reiteración constante de una firme advertencia: la vida es vulnerable y también las relaciones que la sostienen. Remite su significado, pues, no sólo al testimonio de una generalizada percepción del mundo; también a la enorme responsabilidad que nos compete en su mantenimiento. Fue concebida como la gran aliada de las aspiraciones humanas; reverenciada, en realidad, para que no olvidara recordarnos siempre las verdaderas cosas que importan. Evoca, en fin, muchas de las grandes pérdidas de la civilización contemporánea, prisionera de la economía, de la violencia y del monopolio de las religiones patriarcales que subordinan y ocultan principios culturales fundamentales. El Homo Oeconomicus, sin duda, ha convertido al Homo Sapiens en una peligrosa especie, trastornada por la ausencia de límites; convencida, erróneamente, de que sus necesidades y sus deseos son infinitos y pueden ser satisfechos sin riesgo. Aquello que se tuvo por sagrado ha sido reducido a su mínima expresión, encarcelado en los gruesos muros del templo. Todo lo demás, fuera, puede ser saqueado y destruido hasta su extinción.


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